SHARAYA de Álvaro Mutis (II)


Parece que esta lectura os ha resultado bastante complicada… Tanto que hemos tenido que dedicarle dos semanas. ¿A que ahora, después de leerla varias veces y de comentarla en el aula, la comprendéis mejor?


Sharaya es el nombre del Santón de Jandripur, un ermitaño dedicado a la contemplación y a la meditación que algún día fue oráculo de su pueblo. En este relato, Mutis nos relata los últimos momentos del personaje, que va a morir.

Dos voces tienen cabida en el texto: por un lado, tenemos la voz de un narrador omnisciente y, por otra parte, el inagotable caudal de pensamientos del sabio.

En el comienzo, el narrador nos describe a Sharaya, un eremita ajado, olvidado por su gente, un objeto ornamental que conoce los entresijos de las personas que lo rodean, de la naturaleza, de la vida y de la muerte… y nos anticipa el final de una historia que no dejará de sorprendernos, a pesar de todo.

La época de intensas lluvias había llegado a su término y Sharaya aún despertaba el interés de alguno de los pequeños que jugaban por las calles, niños que nunca se habían percatado de su presencia, tan insignificante era.

Pero algo estaba pasando, y Sharaya percibía los cambios. Las tropas invasoras estaban a punto de llegar, procedentes de las montañas, con la intención de someter a la población y tomar el control por la fuerza. La plebe iniciaba el éxodo para escapar de la tragedia y sólo Sharaya se daba cuenta de que esa huida era inútil, pues nadie puede escapar de su propio destino ni de la muerte, fin necesario e inevitable de la vida.

En el fluir de las ideas metafísicas del santón, también hay momento para los reproches. Reproches hacia sí mismo. Sharaya se pregunta por qué no hizo uso de su influencia sobre la gente mientras era una figura importante en la vida de la comunidad, por qué su orgullo le impidió hablarle al pueblo e indicarle la senda correcta.


Y así llegamos al desenlace de la narración. El grueso de la milicia ya había tomado el pueblo, habían cometido tropelías, quemado casas y armado un gran alboroto, y la noche y el cansancio los reclamaban para sus desconocidos lechos. En la oscuridad, un par de jóvenes soldados (casi niños, campesinos, personas, lo mismo que los que huyeron) se divertían con una mujer (quizá una ramera, otra futura madre a la que Sharaya, o Mutis, nos invita a no juzgar), ante los ojos hieráticos del anacoreta.

Sharaya era testigo de este abuso, pero su mirada no era juez. Uno de los milicianos, asustado, atemorizado, y al mismo tiempo imbuido del valor que ofrece la posición de dominio, apuntó a Sharaya con su fusil para no dejar testigos de su acto ni de la invasión militar.

El círculo se cierra, el destino se cumple, unas vidas se acaban, otras comienzan.

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