EL GIGANTE DE Leonidas Andreiev (II)

Siguiendo con las lecturas de escritores rusos, esta semana hemos leido el relato El gigante, de Leonidas Andreiev. Se trata de un cuento muy breve y sencillo en el que una madre intenta despedirse de su hijo que se está muriendo.

Mientras el padre llora en la habitación contigua, la madre pasea con el niño moribundo en sus brazos, iluminados ambos por la luz de un farol que se asoma por la ventana, y no puede dejar de hablar.

El relato se inicia con un monólogo de la madre. Aparentemente, está contando un cuento sobre un gigante pero en seguida las repeticiones e incongruencias nos llaman la atención. La madre, en un evidente estado de nerviosismo e inestabilidad emocional, es incapaz de darle sentido a la historia de un gigante torpe y bobo.

Sólo en el primer párrafo nos encontramos con infinidad de repeticiones. Así observamos que repite las palabras "grande" y "gigante" (en cuatro ocasiones), "se cayó" (en tres) o "bobo", "enormes", "gruesos" y "gordos" (dos veces). Estas repeticiones y otras muchas son constantes en el monólogo de esta mujer desesperada.


La pobre madre se dirige al gigante imaginario en varias ocasiones porque es incapaz de decirle a su propio hijo lo que siente por él en un momento próximo a su fallecimiento. De este modo, le dice al gigante "le quiere tanto" (a Pepín, su hijo, no al gigante, evidentemente) en lugar de dirigirse a su vástago diciéndole "te quiero tanto", o "Pepín es para su mamá el sol, la dicha, la alegría", en vez de hablar con el niño directamente.

En ningún momento del relato sabemos la edad de Pepín ni se nos desvela la causa por la que está a punto de morirse. ¿Una enfermedad? ¿Un accidente? No lo sabemos, ni es importante para el impacto de la narración.

En el texto, la madre hace referencia a tres momentos. Podríamos, por tanto, realizar una especie de línea cronológica guiados por el uso de los adverbios temporales "antes", "ahora" y "después". Al parecer, en el pasado, Pepín era un niño algo travieso, montaba su caballo y hacía largas escapadas. En el momento en que se desarrolla la acción, la madre nos dice que su niño ahora es juicioso, dulce y bueno.

Sin embargo, en el futuro, aspecto que ocupa buena parte de la narración, la madre se lo imagina fuerte, grande, poderoso, admirado por todos, quizá para darle muestras de su amor y de su esperanza, aunque sabe que el pequeño pronto abandonará este mundo. La simple mención del futuro, del mañana, un mañana del que Pepín ya no formará parte más que en sus recuerdos, parece hacer a la madre derrumbarse y suplicar la piedad de Dios ("¡Dios mío, Dios mío!").

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