UN CUENTO DE REYES, de Ignacio Aldecoa

Por segunda semana consecutiva, hemos recurrido al amplio “catálogo” de cuentos protagonizados por personajes marginados del escritor vasco Ignacio Aldecoa. En esta ocasión, hemos leído y comentado un agridulce Cuento de Reyes.

Es esta la historia de Omicrón Rodríguez, un negro andaluz que malvive en Vallecas, uno de los barrios más humildes de la capital de España, dedicándose a la venta al pormenor (periódicos,  tabaco, lotería, juguetes de goma…) y otras menudencias, entre las que destaca la fotografía a turistas.

Omicrón no pasa desapercibido. Llama la atención por su aspecto (negro, muy feo) y por su modo de hablar (a la andaluza y repleto de onomatopeyas). Omicrón es un personaje insignificante. Aunque es pobre y pasa hambre, sonríe a la vida y pasa las horas silbando.

Sus amigos son, como él mismo, personajes desfavorecidos. Su relación es cordial y él es, frecuentemente, objeto de bromas.


Aldecoa comienza el relato con dos frases que son dos metáforas que destacan dos características fundamentales de la vida de Omicrón: “El ojo del negro es el objetivo de la cámara fotográfica”, “El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados”. Hemos leídos un par de líneas y ya sabemos que Omicrón retrata o fotografía a la gente y que pasa hambre o necesidad.

Tras pasar “Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar”, la suerte de Omicrón cambia. Una pareja cambia su mala racha al pedirle que les tome un retrato. Omicrón no parece demasiado contento. Su lacerado estómago vacío no le da tregua.

Omicrón le pide prestado un duro a su amiga Casilda, la vendedora de lotería y se van juntos a tomar un café. Van a una cafetería insignificante, donde las cucarachas corren por la barra. Allí, un hombre los observa. No es extraño que la gente se quede mirando a Omicrón, que destaca por su negrura y fealdad, pero la mirada de ese hombre es demasiado insistente.

Aldecoahace hablar a sus personajes como lo haría la gente de la calle, abundando los vulgarismos en sus intervenciones: enchular, jeta, chulís, orrevuar.

El hombre en cuestión se llama Rogelio Fernández Estremera y es uno de los encargados de organizar la cabalgata de Reyes. Así se lo hace saber a Omicrón, al que le propone representar el papel de Rey Baltasar. En otras ocasiones, el rey negro lo hacía un hombre blanco, pintado de negro, algo que no pasaba desapercibido para los niños que en ocasiones salían manchados después de darle un beso. Un negro de verdad como Omicrón aportaría realismo a la representación. Omicrón no está muy convencido de la propuesta pero cien pesetas y los ánimos de Casilda se encargan de convencerle.



Llega el día de la cabalgata. Omicrón es todo nervios e inseguridad sobre el caballo. Sus dudas aumentan cuando escucha a un niño poner en duda la autenticidad del color de su piel. Además, pronto pasará por delante de la boca del metro donde suelen apostarse sus compañeras. Teme que vayan a reírse de él. Sin embargo, cuando pasa por ese punto, girando su cabeza para no cruzar su mirada con la de ellas, escucha a Casilda decir: “Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad”, y todo titubeo desaparece en su conducta. Se yergue sobre el caballo y adopta un porte digno, majestuoso. Se convierte en la estrella que más brilla en el desfile.


El cuento llega a su término con una paradoja: el pobre Omicrón, que se gana la vida retratando a forasteros con su cámara barata, acaba siendo retratado por las cámaras de la prensa cuyos flashes lo deslumbran.

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