EL NIÑO SUICIDA, de Rafael Dieste

“Ojalá pudiera volver a los veinte años con todo lo que sé ahora”. Seguro que más de uno de vosotros habrá oído o incluso dicho esto alguna vez en su vida. Volver a ser joven pero disponer de la experiencia que dan los años vividos y las vivencias experimentadas es un sueño imposible que muchos quisiéramos probar.


Pero después de leer El niño suicida, de Rafael Dieste, quizá se os haya pasado ese capricho. Tal vez hayáis cambiado de idea porque el niño que nace viejo y que, con el paso de los años, rejuvenece hasta ser un crío, está triste y tiene miedo, la vida se le complica hasta el punto de que decide acabar con ella dándose un tiro en la sien.

Pero volvamos al comienzo. Este cuento de Rafael Dieste, perteneciente a su colección de relatos De los archivos del trasgo (Dos arquivos do trasno), data de 1.926. Sólo cuatro años antes, veía la luz el famoso cuento de Francis Scott Fitzgerald titulado El curioso caso de Benjamin Button, llevado al cine por David Fincher (2.008), y que narra también las viscisitudes del trayecto de la vida que un hombre realiza a la inversa. ¿Conocería el escritor de Rianxo la obra de Fitzgerald o los argumentos coinciden por casualidad?


La historia del niño que se suicida disparándose en la sien derecha la narra un vagabundo en una tasca de un pueblo marinero de Galicia en torno al año 1.900 ante un auditorio formado por un tabernero, cinco bebedores de albariño y cuatro bebedores de aguardiente.

El cuerpo del anciano desnudo es parido por la madre-tierra y cuenta con el beneplácito de Dios, que ha aceptado probar el experimento. Durante sus primeros años, el niño-anciano ha de aprender, entre muchas otras cosas, a caminar y a hablar, mientras las arrugas se borran poco a poco de su cara. Sus mejores años son de los cincuenta a los quince años. “Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven”, viajó y cada día tenía más éxito con las mujeres.

Pero, a medida que se hacía más y más pequeño, aparecían los temores. Causaba sospecha la libertad con la que se desenvolvía un niño que aparentaba muy corta edad, era perseguido por rateros y, sobre todas las cosas, tenía miedo de su final, de verse convertido en bebé y quizá adoptado por una señora rica, de volver a ser un embrión y regresar al útero materno.


El suicidio estaba justificado, o al menos eso le parece al vagabundo que cuenta la anécdota en el bar. Los que lo escuchan están divididos. El tabernero, sobrio, niega. Los cinco bebedores de albariño, algo afectados quizá por los efluvios del alcohol, dudan y sonríen. Los cuatro bebedores de aguardiente, seguramente borrachos, se creen la disparatada historia. El vagabundo aprovecha el desconcierto para desaparecer sin abonar la cuenta.

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