SI LA GUERRA DURA DOS AÑOS MÁS, de Hermann Hesse (II)

Adam Sinclair es un escritor que tiene la extraña capacidad de poder abandonar el mundo en el que vive para explorar otras dimensiones y de regresar cuando le viene en gana. La última vez que experimentó uno de estos episodios, lo hizo harto de la situación de guerra, contexto que en aquel entonces se dilataba por espacio de tres años.

Cuando regresa a este mundo, el protagonista descubre que nada ha cambiado. Los pueblos continúan enfrentados y la destrucción, la decadencia moral y cultural, continúan instauradas en el planeta.


Con estos ingredientes, el escritor alemán Hermann Hesse traza una crítica mordaz a la guerra, el único camino que encuentran algunos gobiernos para (no) alcanzar la paz. El escritor galardonado con el premio Nobel de Literatura en 1.946, convencido pacifista, despliega toda su ironía para censurar el sin sentido de unas acciones bélicas que no parecen servir para resolver conflictos, sino para castigar a la población.

[…] el sentido de la guerra. El mundo quedó dividido en dos bandos que buscaban aniquilarse mutuamente, porque ambos aspiraban a lo mismo: la la liberación de los oprimidos, la supresión de la violencia y el establecimiento de una paz duradera. Todos miraban con antipatía una paz que no pudiera durar eternamente: si la paz perpetua no era posible, se prefería decididamente la guerra perpetua […]”.

El tono es pesimista, casi resignado. No debemos olvidar que este relato data de 1.917, cuando la I Guerra Mundial estaba a punto de llegar a su fin.


Tampoco escapa de la cáustica sátira de Hesse, la burocratización a la que se ve abocada la sociedad. Cuando Sinclair es detenido simplemente por pasear sin permiso, se inicia una cadena de trámites que nos parecen ridículos. Negociados, funcionarios, interrogratorios, multas, identificaciones (placas y rótulos), prohibiciones y autorizaciones o permisos (para pasear, de defunción, etc.), cartillas de racionamiento, recomendaciones… transitan a lo largo de los párrafos para dejar en ridículo la omnipresencia del estado, que interviene en todas las esferas de la vida, sin hacer a esta más llevadera.

La humanidad tiende a la uniformidad. Pero no es esta una igualdad justa y deseable, sino que es una igualdad humillante, vejatoria. Se trata de una uniformidad “a la baja”, en la que todos son pobres (hambrientos –acostumbrados a comer pasta de papel, la remolacha es un manjar que se ofrece de contrabando-, sin calzado), en la que “el que no es soldado, es funcionario”, en la que todos piensan de la misma manera.


Tiene suerte Sinclair pues su insólito don le permite abandonar un mundo sin futuro ni esperanzas. Y así lo hace al final del texto, dejando a los gobiernos jugar a las batallitas.

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