EL PODER DE LA INFANCIA, de León Tolstoi (II)

En un contexto de guerra civil, una marabunta sedienta de sangre clama por la ejecución de un preso. Como en todas las guerras, los vencedores escribirán la historia, dictarán leyes y aplicarán la justicia.

El reo afronta la hora de la muerte orgulloso, con la cabeza alta, y con grandes dosis de odio y rencor hacia los que lo van a ejecutar.

De camino al patíbulo, apreciamos que las personas, envalentonadas por los gritos de la muchedumbre, parece que no pueden esperar, que tienen prisa por ver correr la sangre del enemigo. Van a cometer un crimen igual de horrible que los que haya podido cometer el condenado.


De repente, aparece en escena un niño de seis años, ángel de la guarde del reo, que es su padre y único sustento. El crío, asustado por la barahúnda, le pregunta a su padre qué van a hacer con él. Su instinto le dice que van a hacerle daño, que ocurrirá un suceso trágico.

El reo intenta calmar y engañar al niño para que no se quede a presenciar la ejecución. Le pide a su “verdugo” que lo desate y que se haga pasar por su amigo durante unos instantes para que el pequeño abandone el lugar. Y así se hace.

Una vez que el niño desaparece entre la multitud, el preso está preparado de nuevo para encarar el fin. Sin embargo, de repente, el pueblo cambia de opinión y una mujer sugiere que deberían soltar al recluso. Todos están de acuerdo. El poder de un niño insignificante había vencido a la ira de los hombres.


Aquel hombre, antes tan frío, altanero y lleno de odio, impasible ante la muerte, lloró, se humanizó, en el momento en el que le perdonaron (le devolvieron) la vida.

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