Abandonado, atropellado, afrentado, humillado, maltratado, agotado,
atemorizado, asesinado… Así de dura fue la vida del mendigo protagonista de
esta brutal narración que alumbró la siempre genial pluma de Guy de Maupassant.
Un relato que bien podría estar inspirado en un hecho real. Una historia de
crueldad humana, de egoísmo, de absoluta falta de empatía.
Condenado a vagabundear y mendigar alimento por las calles
de diferentes regiones de Francia, sin formación alguna que le abriera nuevos
horizontes e impedido de su tren inferior, Nicolás Toussaint está sentenciado desde
el inicio de la narración. La muerte de su protectora simplemente aceleró una agonía
anunciada.
“Cloche” (“campana” en francés), así lo llamaron por su
forma de desplazarse con sus muletas, está solo en el mundo. Incapaz de ganarse
su pan, ha de pedirlo. Pero las gentes de la zona tienen corazones acorazados, blindados. Después de cuarenta años de malvivir entre ellos, el pobre sólo consigue engendrar desconfianza y odio en sus vecinos, que le
niegan la limosna, lo desprecian, lo insultan e incluso llegan a agredirlo.
De este modo, van pasando las horas y Nicolás recorre la geografía sin apañar un mendrugo. Transcurre un frío y triste día de invierno. Sus fuerzas se van debilitando y, con ellas, su entendimiento, ya de por sí muy limitado. El hambre aprieta y “Cloche” mata a una gallina. Sólo quiere comer.
Pero nuestro amigo es sorprendido en su infracción y el
patrón de la hacienda se abalanza sobre él y se ensaña golpeándolo hasta
dejarlo inconsciente. Su ira y la de sus empleados aterrizan sobre su lomo y
sobre su rostro en forma de puñetazos, rodillazos, puntapiés. Una vez se cansan
de pegarle, lo encierran en una leñera a la espera de que los gendarmes se lo
lleven. Nicolás sigue sin probar bocado.
Otra vez maltratado por los guardias, el vagabundo es
llevado a la capital del cantón donde es encarcelado. Al día siguiente, cuando
acuden a interrogarlo, se lo encuentran ya cadáver. Ha muerto de hambre.
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