¿Estaba realmente muerto Bieito o luchaba por salir de su
ataúd? Esta es la duda que asalta al protagonista del relato de Rafael Dieste
que hemos leído esta semana en nuestro Taller de Lectura, Acerca de la muerte de Bieito.
Son de sobra conocidas las historias sobre catalépticos
enterrados en vida y Bieito bien podría ser uno de ellos, aunque lo más
probable es que el protagonista, consternado por la muerte de un ser cercano, haya
sido sugestionado para pensar que Bieito todavía sigue vivo. De no ser así, ¿por
qué no habla, por qué no pide, por qué no clama, grita, exige que abran el ataúd?
No lo hace por miedo a quedar en ridículo. Si abriesen la
caja y Bieito estuviese realmente vivo, él sería un héroe, el salvador pero ¿y
si estuviese muerto? Pues habría hecho el ridículo. Y es el miedo al ridículo y
a sus consecuencias (burla, habladurías, despecho...) lo que le impide abrir la
boca.
En un momento determinado, de camino al cementerio, formula
la pregunta: “¿Y si Bieito fuese vivo?”.
Pero lo hace sin convicción. Una mirada de otro portador del féretro basta para
intimidarle, para dejarlo todo en una broma.
Ningún momento parece el adecuado para exponer sus sospechas
y, a medida que avanza el tiempo y, con él, el cortejo fúnebre, aunque sus dudas
persisten, su palabra parece cada vez más fuera de lugar. ¿Por qué no has
hablado antes?
Y Bieito es enterrado. La tierra cubre ya el sarcófago que
contiene su cuerpo. Y el narrador no ha sido capaz de dar la cara. Se fue del
camposanto con su sospechas, con su recelo, con su miedo.
Ya de madrugada, regresa al cementerio. Lo hace a
escondidas, a altas horas de la noche, para tener la seguridad de no ser visto.
Cuando llega al pie de la tumba arrima su oreja al suelo y escucha, presta atención.
Una vez más le parece escuchar sonidos, quizá arañazos de Bieito sobre el
armazón de madera del ataúd. Coge una azada y se dispone a cavar, a salvarle la
vida. Pero siente pasos y voces cerca de allí. No hay manera de explicar su
presencia en aquel lugar, de aquella guisa, con la azada en la mano. Así que arroja
el instrumento y se va por donde ha venido, con la solapa del abrigo tapando su
rostro, buscando el cobijo de los muros, de la oscuridad.
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