Acabamos de leer un impactante y desazonador relato de Stig
Dagerman, un cuento que llama la atención por la peculiar manera en la que ha
sido contruído. Desde un principio conocemos el desenlace –la muerte accidental
de un niño- pero, sin embargo, consigue captar nuestra atención y elevar el
nivel de intensidad, de emoción y de ansiedad en el lector a medida que va
avanzando. Parece que el autor se recrea en su virtuosismo narrativo para
hacernos sentir la impotencia de un final inevitable.
Comienza la narración con una escena intimista. Una familia
se prepara para pasar el día en el mar. La madre prepara el desayuno, el padre
se afeita, el niño acaba de vestirse. Se terminó el azúcar y la madre ordena al
hijo que vaya a casa de unos vecinos a pedir prestados unos terrones.
Al mismo tiempo, el homicida es un hombre feliz e inofensivo
que toma una fotografía con su prometida antes de emprender un viaje en coche
hacia la costa. Dice Dagerman que este hombre “no sería capaz de matar a una mosca, sin embargo, pronto matará a un
niño”.
El relato trata sobre la fina línea que separa la felicidad
de la desgracia, sobre la crueldad de los designios de este mundo y, sobre
todo, sobre el sentimiento de culpa. La culpa que sentirá durante toda su
existencia la madre que mandó a su hijo a por azúcar, la culpa que sentirá el
conductor que iba de excursión y atropelló a un inocente, un hombre que “deseará en cambio tener un solo minuto de su
vida pasada para hacer este solo minuto diferente”.
que paso
ResponderEliminar