Esta semana hemos leído el breve, pero de contenido muy
profundo, poema escrito en prosa del escritor irlandés Oscar Wilde titulado La casa del Juicio.
En el texto, en el día del Juicio Final, Dios y el Hombre
(con mayúscula, para significar al conjunto de toda la humanidad) se encuentran
cara a cara. Dios juzga, el Hombre rinde cuentas por todos sus pecados.
En tres intervenciones diferentes Dios echa en cara al
Hombre los pecados y faltas que ha cometido. El Hombre ha desobedecido los
mandamientos y la ley divina.
En primer lugar, le acusa de haber sido cruel con los
débiles y de avaricioso. El Hombre no lo niega.
Después denuncia su narcisismo, su herejía, le imputa haber
caído en la idolatría. El Hombre también acepta esos cargos.
Más tarde, Dios tacha al Hombre de desagradecido, de
injusto, le increpa su falta de humildad y lo acusa de traición. Y el Hombre,
una vez más, no dice nada para defenderse, pues todo eso que se le achaca es
cierto.
Llegados a este punto, Dios pretende condenar al Hombre al
infierno. Pero el Hombre le revela que eso no es posible, pues su vida había sido
horrible, había tenido lugar en el peor de los escenarios, y haría desmerecer
al mismo averno.
Entonces Dios le dice que lo enviará al cielo. Pero el
Hombre le replica que eso tampoco es posible, pues nunca ha sido capaz de
imaginarse el cielo.
Dios ha perdido el juicio en el que el Hombre era el reo. El agnosticismo se ha asentado entre los humanos.
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