Ladrón de sábado es una historia que bien podría ser real,
el relato de un ladrón ocasional que encuentra el amor y la aceptación en la casa
de una de sus víctimas.
El relato da inicio con la presentación de los hechos: “Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de
semana, entra en una casa un sábado por la noche”. A punta de pistola, consigue
que Ana, la propietaria de la vivienda, le entregue las joyas y demás cosas de
valor. Pero aparece en escena Pauli, una niña de tres años, y Hugo le dedica
unos juegos de magia. En ese momento, Hugo cambia de parecer y decide quedarse
adoptando el papel del marido ausente: se pone sus pantalones, se sienta en su
sofá, bebe su vino…
Ana idea un plan para escapar. Decide poner somnífero en la
bebida del ladrón para dormirlo y dar la voz de alarma. Es en ese momento
cuando el narrador nos ofrece más información sobre los personajes. Hugo es un
vigilante de banco que en los fines de semana se dedica a asaltar viviendas.
Bien podemos pensar que este ser solitario roba por necesidad, que no es un
profesional del robo, sin embargo, en el texto se ofrecen indicios que nos
hacen descartar esta ingenua idea: tenía vigilada la vivienda y conocía los
horarios del marido, cortó los cables telefónicos para que la mujer no diera
señal de alarma, al final del relato, da consejos de experto a la mujer para
evitar nuevos robos, etc.
Ana, por su parte, es locutora de un programa musical de
radio. Casualmente, Hugo es un amante de la música salsa y es gran admirador de
Ana. Entablan conversación y parece que tienen muchas cosas en común. Ella no
tarda en arrepentirse en su decisión de “envenenarlo”. Sin embargo, es ella la
que, por error, toma el somnífero y queda dormida.
Cuando despierta, a la mañana siguiente, Ana se da cuenta
que ha sido respetada. Hugo está jugando con su hija. Se llevan muy bien. Ana
se siente feliz. Extrañamente feliz, pues actúan como si fueran una familia. Se
siente más unida a este extraño que a su propio marido que, por los que podemos
deducir de la lectura, las tiene bastante desatendidas.
Se produce una especie de “síndrome de Estocolmo”. La mujer
secuestrada simpatiza con su captor. De hecho, oculta la presencia del ladrón
cuando una amiga llega para invitarla a comer e inventa una excusa para que no
entre en casa. Y nosotros, los lectores, lo comprendemos. El enorme mérito de
García Márquez radica en que, en unas pocas líneas, dibuje una situación como
esta sin que el lector genere antipatías hacia Hugo, el ladrón, ni hacía Ana,
la “adúltera”.
El domingo pasa casi sin darse cuenta. Un día idílico,
completamente feliz. Pero ya es hora de que aparezca el marido. Hugo tiene que separarse
de Ana y de Pauli. Apenas se lleva nada de lo que había robado, repara las
ventanas y los cables del teléfono. Una pena tener que abandonar una vida
familiar como aquella que prometía tantas alegrías. Cuando se marcha, ella lo
reclama a gritos y le comenta que su marido volverá a estar ausente el próximo
fin de semana. De esta forma, queda abierta la puerta abierta al reencuentro.
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